Insaciable
En el espacio nadie puede oír tus gritos. O eso al menos dicen.
Cuando algún transeúnte galáctico avista en el horizonte nuestro transporte, lo usual es
que sus alaridos se escuchen hasta en Andrómeda.
Aún no había nacido cuando El Selecto puso rumbo a su primera misión cósmica. De hecho, ni siquiera mi tatarabuelo era aún una idea en la mente de sus progenitores.
Aunque no lo parezca, los siglos se acumulan sobre la superficie de esta bestia como las arrugas sobre mi cara. ¡Quién pudiera conservarse como esta maravilla capaz de saltar al hiperespacio sin ser siquiera detectada!
No queda nadie vivo de cuando El Selecto era una sencilla forma de vida pluricelular,
pero se dice que se trató alguna vez de un anfibio caudado de al menos un palmo de
extensión. Ahora podría engullir planetas de una sentada y fulminar cruceros estelares con sus propulsores biomecánicos, y ni siquiera necesita el oxígeno del que alguna vez dependió para vivir. La especia cósmica que flota en el vacío del espacio le basta, aunque a veces tiene necesidades un tanto peculiares.
Esta mañana, la capitana Hailee ha encontrado un cadáver en la despensa. Debido al avanzado estado de descomposición, en un principio se pensó que podría haberse tratado de alguno de nuestros estibadores. Sin embargo, tras rebuscar entre los pliegues de su cazadora, se encontró una tarjeta de identificación. La tipografía no dejaba lugar a dudas: Luciano Brown, director de la Congregación Cárnica de Oasix, uno de nuestros tripulantes habituales y un colaborador acérrimo. Un hombre de buena fe, amigo de sus
amigos y cortés, incluso con quienes no le deseaban precisamente mucha prosperidad.
Quién ha podido acabar con la vida del señor Brown sigue siendo un misterio, y la
intrépida capitana Hailee ha iniciado una investigación. Me ha tenido toda la tarde
yendo y viniendo, haciendo preguntas a los pasajeros y escrutando pasillos y conductos
en busca de pistas. Tiene la teoría de que anda suelto un asesino y que Luciano no ha sido más que su primera víctima, y se ha prometido a sí misma no descansar hasta ver a ese mequetrefe entre rejas. La chica tiene lo que hay que tener, pero no sabe medir sus actos. Jugando con fuego, acabará quemándose.
Sentado tranquilamente en la cabina de navegación, fumo algo de hebra onírica mientras observo al droide de supervisión.
Ese montón de hojalata nos costó un ojo de
la cara, y no creo que se hayan amortizado todos esos créditos. Lo único que hace es mirar a través de la membrana nasal de El Selecto y conectarse a sus nervios superficiales para comprobar que va por buen camino. La bestia fue modificada para
cumplir todo designio humano, así que ¿de qué sirve en realidad ese hombrecillo
oxidado? Maldigo a todos aquellos carentes de libre albedrío. Qué envidia me dan a
veces.
Entonces, en mi descanso vespertino, la capitana Hailee me intercepta. Es rápida como el viento, implacable cual meta–toro de Abraxas en celo, aunque le falta su encanto.
—André Grauzas —me dice mientras señala con su índice enguantado la ficha que
sujeta con la diestra. La fotografía del tipo se ondula sin cesar—. Este magnate no es
trigo limpio. Se aloja en el Ala C–135 junto con sus allegados. Son un par de tipos
fornidos y calvos, y no tienen aspecto de negociadores. Estuvo presente durante el
asesinato–suicido del reincidente Brúzowax, y se cuentan cosas terribles de él en los
servicios. Además, no he encontrado nadie vivo que haya hecho negocios con él
recientemente. Otra señal de adónde me temo que suelen ir a parar sus víctimas.
La capitana no deja de hablar, sigue explayándose con su teoría mientras yo despido un aro de humo púrpura por los labios. Parece percatarse de mi indiferencia, motivo de que frunza el ceño.
—Está bien, ya veo que no te interesa evitar que la reputación de nuestro equipo se
venga abajo —gruñe—. Me ocuparé yo misma de que la Exoguardia meta entre rejas a Grauzas. Hasta más ver, Rivos.
Para desgracia de Hailee, El Selecto no es como esas naves que pueden recorrerse a pie de una punta a otra. Se cuentan por cientos los kilómetros que cruzan su superficie, superando en extensión a la mayoría de las ciudades del Eje Conocido.
Va a necesitar días de trayecto a través de las Transarterias para llegar hasta el Ala C–135, eso si no tira antes la toalla. La proporción de decesos que ocurren aquí dentro es mayor de lo que
cree.
Es curioso. Ni la capitana ni la Exoguardia han podido hacer gran cosa por revelar los
supuestos crímenes del magnate. Este ha aparecido muerto esta mañana, en un avanzado estado de descomposición que no corresponde con lo que cuentan sus guardaespaldas. Se ha armado un gran revuelo en el Ala, aunque no durará. Hay millones de individuos a bordo y este es el pan de cada día. Nadie se preocupará por un viejo rico en mitad del
espacio.
Lo que ocurra después en la superficie de algún ponzoñoso planeta no nos incumbe.
Frustrada, la capitana Hailee acude a la sala de máquinas con su archivo de
investigación en la mano. Desganada, lo arroja contra el suelo y camina cabizbaja hacia mí. Ni siquiera habla como suele hacer incansablemente, deteniéndose frente a las máquinas que dan nombre a este sitio.
Y digo máquinas por decir algo, pues son más bien una suerte de órganos modificados con partículas inorgánicas. De estas grotescas vesículas emanan los fluidos que recorren el cuerpo de El Selecto, y la visión de su latido unísono ante el vacío del espacio es sobrecogedora. Me hace pensar que no soy nadie, que algún día me iré y esta bestia seguirá surcando el espacio como si nada, sin ser siquiera consciente de que tiene poder para poner patas arriba todo el Universo.
Y ahí está, indiferente a todo su potencial, luchando por no cagarse encima y destruir
alguna civilización perdida con sus colosales excrementos. Sería digno de ver.
—Tal vez se trate de una infección que solo se transmite entre los ricos —dice la
alicaída Hailee mientras se coloca a mi lado, los brazos tristes sobre la baranda—. En ese caso, no creo que sea relevante. Es cierto que muere mucha gente a bordo, pero… por los Rayos Cósmicos, somos capitanes. ¿No se supone que tenemos que poner orden y hacer que la tripulación se sienta segura?
—Estamos dentro de las entrañas de un anfibio kilométrico alterado genéticamente —le recuerdo con voz tenue—. No se nos puede exigir demasiado.
Cansada, Hailee se recuesta todavía más. Por sus ojeras comprendo que no ha parado en todo el día. Es realmente obsesiva con estos temas.
—Ahí llevas razón —indica—. Qué bien me vendría un chupito ahora mismo. ¿Qué dices, Rivos? ¿Te apuntas por una vez?
—No lo creo —digo con honestidad—. Estoy ocupado.
—¿En serio? Pues no lo parece. ¿Es que no has aprendido nada de ese inútil droide supervisor?
Entonces, señalando hacia delante con la barbilla, insto a Hailee a mirar al abismo.
Esta lo hace, sus manos aferradas al titanio de la baranda, y las fauces, entrañas y glándulas grotescas del abismo le devuelven la mirada.
La sangre se le congela cuál planeta extinto, aunque por poco tiempo. Mi mano se posa súbitamente sobre su espalda, a priori con intenciones amistosas. Sin embargo, no tardo en agarrarla por el cuero de su cazadora y empujarla. Ni siquiera
tiene tiempo de mirar atrás: su aullido de desespero es la única estela que deja.
Pronto no se oye más que el rugido de satisfacción de El Selecto, que dará buena cuenta de esta sabionda. No debió haber sido tan ambiciosa, aunque supongo que lo llevaba en los genes.
Ahora, lo único que me queda es ir a buscar los restos de su cuerpo en descomposición
a las cloacas. No es tan repugnante como suena, aunque el hedor es espantoso.
Igualmente, una vez deposite su esquelético cadáver en su alcoba, creo que todo habrá
acabado. El Selecto seguirá siéndome leal, y dudo que nadie se preocupe por la
desaparición de esta chica. No tenía padres ni hermanos, tampoco amistades, así que
podré volver a la taberna sin demasiados remordimientos.
Tan voraz como siempre, El Selecto me da las gracias con un ronroneo que solo yo
alcanzo a comprender.
El sacrificio de estos tres mequetrefes habrá sido útil… al menos hasta la semana que
viene.