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Los Premios de Zolock: La Putrefacción de la Caza

«La Putrefacción de la Caza» es un relato de fantasía escrito por Lorena Escobar de la Cruz y Carlos Ruiz Santiago.

Leéoslo y si queréis que ganen el premio del público, compartid el relato en Twitter con el Hashtag PremiosZolockLaPutrefaccionDeLaCaza

La Putrefacción de la Caza

La noche parecía contener el aliento cuando Kiambang enfureció a un demonio.
Había estado lloviendo todo el día, con enormes gotas cayendo pesadamente sobre
las hojas e infiltrándose profundamente en el suelo oscuro. Eso quedaba fuera, entre los
árboles mustios y los pájaros de mal agüero. Kiambang se refugiaba en el interior de su
choza, acumulando fantasmas de negros tintes.
Infranqueables muros de excrementos lo rodeaban, amenazando con derrumbarse
por propia voluntad y sepultarlo en una hedionda avalancha. El rancio hedor a agua
estanca lo cubría todo, cálida y casi palpable. Sin embargo, esa noche el cielo retenía
hasta la última gota, el ambiente creaba una densa capa de aire asfixiante, de algo
pegajoso que se te clavaba en la piel, como un parásito. A Kiambang detestaba aquello,
lo llevaba sintiendo desde hacía bastante: estaba parasitado.
Esa noche, caminando sin pensar, tratando de espantar al insomnio como a un
tabardo. El suelo estaba blando bajo sus pies, el cielo lucía como lodo y los árboles
generaban horribles sombras retorcidas en las esquinas de su visión. Espectros, huesos al
sol. El viento soplaba con una dejadez emética, enfermiza, como un anciano en sus
últimos estertores, como los de su mujer antes desfallecer. El olor del manto de hojas lo
empujaba hacia los vomitivos susurros de los pulmones corruptos de ella tras la
enfermedad. Su mujer, su todo, su luna en la noche. Y, ahora, solo quedaba nada
oscurecida, corazón calcificado y un silencio atronador.
Continuó deambulando, escapando de sí mismo. Había muchos sonidos
misteriosos en la gruesa pared verde que rodeaba a la tribu, sin embargo, eso estaba
bastante cerca de él. Algo brusco, profundo, como un ronquido. Caminó un poco más. Lo
hizo con cautela, con un miedo atávico difícilmente explicable. Un cerdo cavaba en la
tierra con urgencia. Desde el suelo podía apreciarse, medio desenterrado, un cadáver. Un
rostro pálido y tumefacto y, aun así, fácil de reconocer. El enjambre que le había
consumido la mente desde su partida ahora se hacía físico ante él, la cosa que evitaba que
amaneciera todos los días.
Ella, solo ella.El sonido del porcino al masticar sonaba pastoso y crujiente al mismo tiempo, la
sangre demasiado coagulada para derramarse por todas partes, como debería. Kiambang
estaba completamente inmóvil, congelado por algo que no podía ver, algo en el cerdo que
no era un cerdo. Cuando se decide el destino, hay pocas cosas que puedes hacer al
respecto.
El cerdo observó a Kiambang, en lo más profundo de su alma, dondequiera que
tratara de esconderse. Ojos rojos carmesí mirándolo. Llena de odio, llena de hambre y
traición, pero también alegre, divertida, hasta pidiendo permiso, pidiendo entrar con una
sonrisa lasciva en una cara que no tenía. Nada de este mundo, nada parecido a él también.
Una bruja.
Kiambang se lanzó con un grito desgarrado, con las manos en un rictus cruel. Y
luego, el monstruo desapareció. Con un zumbido, como si nunca hubiera estado allí, solo
un morboso trozo de carne a medio comer. Y Kiambang se revolvió en un montón de
limo maloliente y huesos medio devorados, entre la maraña de mosquitos escarlatas que
lo miraban con ojos de cerdo.
Una bruja, una bruja antropófaga, multiforme y desalmada. Kiambang gritó entre
pedazos de carne gomosa, mientras los últimos mosquitos huían en la lejanía.
Habían profanado a su mujer, como la enfermedad corroyéndola, como el
recuerdo pudriéndose en su cerebro.
A ella, por su culpa, le recordaban amargas lágrimas.
Por su culpa.
No, cuenten lo que cuenten las almas que han sobrevivido a la tormenta, la
venganza jamás debería servirse fría.
Ni en plato de cobre, ni con cubierto elegante para las fiestas.
La venganza es la hiel de los proscritos. El amor que comienza temiendo el fin.
La venganza es un orgasmo solitario que chilla obscenidades a la noche sin luna. Y,
después, se persigna.
Algo se rompió dentro de Kiambang esa noche, como se rompen los mensajes sin
botella. En su córnea violada se sucedieron las imágenes durante los días que buscó
respuestas a ninguna pregunta, visitando templos sin nombre, oyendo a médiums divagarcon teorías convertidas en quiste, sacrificado y sacrificante de corazones que dejaron de
latir por la causa de un credo vacío.
El nombre de la bruja se transformó en hechizo maldito.
Pronunciarlo en voz alta despertaba las cucarachas de las tripas, rasgaba la piel de
las muñecas en busca de arteria corrupta, supuraba, supuraba en las cuencas de unos ojos
que ya no estaban vacías pero tampoco llenas.
Y la veía, vaya si la veía.
A todas horas.
O quizá no.
Quizá su corazón ya podrido de podrir lastre se imaginaba que era ella.
Las noches suponían purga y castigo: fauces abiertas que le recordaban una y otra
vez la blasfemia contra el único amor de su vida. Como si cada madrugada le cortase una
falange. Le retorciese esófago y dejase lombrices con tarjeta de visita.
Bruja.
Bruja.
Bruja.
Rituales con carne joven y joven sangre y aliento pestilente que sabía a óxido y
bebida de vertedero. No le sirvieron para nada. Generar piedras en un riñón que cada vez
destilaba menos el alcohol ingerido. La piel se cuarteó de ansia en carne viva y la carne
viva pasó a muerta sin presupuesto. Adelgazó. Hasta que los huesos se abrieron paso
rasgando epitelial y tejido.
Bruja.
Bruja.
Bruja.
Una mañana de invierno que bien podía ser verano se percató de su propio olor.
Al principio creyó que podrían ser aguas estancas. Lluvia cayendo sobre estiércol. El olor
del mundo que tanto mataba y tanto moría. Hasta que se atrevió a colocar las yemas delos dedos bajo la nariz y aspirar el perfume de su osamenta transmutada ya en muñeco
roto.
Se estaba descomponiendo vivo.
Los gusanos correteaban por su estómago en un escondite silencioso donde nadie
contaba y nadie se escondía.
Los pies germinaban en durezas del color de la noche final del moribundo.
Se estaba descomponiendo vivo y decidió, mientras en las líneas de sus manos
germinaba la semilla de aquello que nace muerto, que el último ritual le concedería lo que
llevaba tantos años buscando.
Bruja.
Bruja.
Bruja.
Se arrastró entre las murallas de escoria, entre el suelo de alimañas y el techo de
guano fresco. Todo mezclado en el caldo primordial en el que había estado viviendo tanto
tiempo que los atardeceres ya no eran rojizos ni los amaneceres se cargaban la añoranza.
Aquel guiñapo que en tiempos respondió al nombre de Kiambang comenzó a
cargar fetiches con colmillos de serpientes bicéfalas y piel de ranas de hexápodas y
gelatinosas pócimas de inocencia de chiquilla y sangre de nonato. En aquel lugar oscuro
sin nombre y procedencia, los ojos opacos del cazador mezclaban ingredientes en el
mismo suelo, mientras labios quebrados salmodiaban incoherencias entre dientes
putrefactos.
La bruja.
Casi no se acordaba de otra cosa. Un pozo de negra brea moraba tras esas dos
palabras, un abismo famélico que arrasaba con su cordura, que drenaba su alma y
devoraba su carne. Se trataba de una oscuridad sin sentido ni propósito más allá de
consumir. Algo tan tenebroso que se había comido la luz cuyo colapso había dado lugar
a su existencia. A su mente acudía la reminiscencia de un cadáver blancuzco, de una
imagen huesuda y cubierta de invertebrados. No obstante, ya no recordaba su rostrocuando sonreía, el color de sus ojos cuando la luz reflejada en el mar los tocaba, el sonido
de sus suspiros y su aroma antes de ser contaminado por la putrefacción.
Hasta su nombre se desvaneció en las nieblas de su mente.
Quizás lo perdió en montañas de ónice donde monjes vacíos despellejaban niñas
para conocer los secretos de la magia, tal vez fue en alguno de los crepusculares arrabales
donde el cieno llegaba a las pantorrillas y las viejas hablaban con los demonios a través
de escarabajos. Lo único que sabía con certeza es que todas sus palabras se
contorsionaban en conjuros de crueldad inhumana. Y en dos palabras, siempre las
mismas.
La.
Bruja.
Su condena, ella, el espectro multiforme porque el que había hecho y se había
hecho tanto. Runas en piel cubierta de pústulas, ojos congelados sin el resto de su
humanidad. Cosas horribles por vengar. Lo que fuera, como fuera.
La consumida figura continuó el ritual sin percatarse de que, con su lengua
atrofiada, no obtenía salmos inteligibles, sino las mismas dos palabras, como una
maldición. No fue pues gracias al conjuro por lo que la bruja decidió personarse. Se debió
más bien al hedor a patetismo, a muerte y culpa. Su magia oscura se vio atraída por la
desgracia augurada.
Serpientes se deslizaron por un hueco y unieron sus viscosos cuerpos en una masa
burbujeante que adquirió forma humana. Una figura delgada, escarificaciones rituales,
astillas de hueso atravesándole los cartílagos, dientes quebrados en puntas, dos orbes
carmesíes con los que contemplar a su presa. Se acercó en pasos que no eran pasos y se
colocó tan cerca de Kiambang que pudo saborearlo en su lengua gris. No obstante, este
no se giró, ni gritó ni luchó. Continuó preparando inútilmente, un guiñapo de huesos y
piel suelta sin recordar que era de lo que no se atrevía a desprenderse. Una profunda grieta
por donde todo se perdió, que solo había dejado ausencia de luz, nada absoluta más allá
del negro y el blanco.
La bruja torció el gesto en una mueca de fastidio y su piel se rompió en un millar
de mosquitos que huyeron entre los manglares ante el absorto Kiambang. No quedaba
ánima de la que alimentarse allí, ni mente vibrante ni apenas carne. Solo quedó una grietacon forma de hombre, repitiendo en las sombras las dos mismas palabras por no poder
articular la única que deseaba pronunciar.
Adiós.

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