Premios de Zolock: Leche Caliente

Escrito por Elena Romero Bonilla, el relato de fantasía nombrado cómo «Leche Caliente» nos muestra una curiosa y aparentemente normal familia que viven tranquilamente.

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Leche Caliente

Linda tenía sospechas de que Catrina, su hija recién nacida, no la quería. Siempre
rompía a llorar cuando la cogía en brazos, y en las pocas ocasiones en las que intentó
abrazarla se revolvió como un gato asustadizo. Además, rechazaba la teta. Linda
contenía las lágrimas mientras le daba el biberón.

Pensó mucho en esa época ocho años más tarde, tras el incidente de la playa.
Colm y ella perdieron de vista a Catrina durante un largo rato. Era un día nublado de
principios de otoño y la costa estaba desierta. Recorrieron la orilla en su busca, Linda
incluso se adentró en el agua. Luego se separaron y cada uno se encargó de una zona: el
hombre de la playa, ella de un bosque cercano.

Catrina apareció un rato más tarde, cuando los adultos estaban en la orilla
lamentándose. Linda la atisbó a lo lejos, caminando con tranquilidad.
Contuvo el impulso de zarandearla.
–¿¡Dónde demonios te habías metido!?
La niña compuso una sonrisa de disculpa. Tenía las rodillas magulladas y las uñas
ennegrecidas, con tierra incrustada, como si hubiera estado explorando una madriguera
o trepando los árboles.

Amedrentada por la bronca de sus padres, Catrina tuvo un comportamiento ejemplar en
los días siguientes. Comía todo lo que le ponían en el plato y luego daba gracias por
ello. No alargaba los baños más allá de la primera llamada de atención. No lloriqueaba a
cambio de cinco minutos más de televisión. No rompía de impaciencia las bolsas de
papel del supermercado, queriendo saber lo que habían comprado sus padres antes de
que pudieran decírselo.
Curiosamente, a medida que la conducta de la niña mejoraba, los ánimos de Linda
descendieron en picado. Colm la consolaba cuando, cada medianoche, lloraba contra la
almohada.

–Tranquila, mi amor. Catrina solo está creciendo. No hay de qué preocuparse.Pero Linda sentía que estaba acercándose de nuevo, como ocho años atrás, a un
lugar oscuro: le costaba disfrutar del mar, del pueblo, de su hija; de la vida, en
definitiva. Raros eran los días en los que no la inundaba la sensación de caos, de no
controlar nada, de encontrarse al borde de algo.
Una noche, Colm encontró a Linda instalada frente a la chimenea. La notó
distinta; no habría sabido decir si en un sentido bueno o alarmante. Fuera como fuera,
ella le informó de que quería tener otro hijo.

Nueve meses después nació John. Tranquilo y paciente, apenas emitía sonido alguno.
Catrina se asomaba a su cuna para verlo dormir. Empezó a discutir con sus padres por
primera vez tras el incidente de la playa, para ser quien que le diera el biberón.
Tenía cuatro meses cuando contrajo bronquitis. Tuvo fiebre, mocos, se le formaba
un hundimiento entre las costillas al respirar. El médico le recetó un aerosol que los
padres debían administrarle con la ayuda de una mascarilla.
Catrina se quedaba sentada en el suelo del pasillo. El primer día, cuando los
adultos se encerraron con John en el baño, oyó al bebé berrear. Se imaginó su cabecita
inmovilizada contra el cambiador y cómo agitaría los bracitos para que lo dejaran en
paz.

La niña enterró la cara entre las rodillas y chilló. Un aullido salvaje, agudo.
Un sonido de otro mundo.
Linda estaba en la cocina, frente al frigorífico abierto. Acababa de venir de la compra.
Oyó los pasitos de Catrina aproximándose a ella.
–Mamá.
–Dime, tesoro.
Catrina se abrazó a su pierna. Hundió la cara en la tela del pantalón. Lloró,
atravesada por un llanto violento, durante un rato.
Linda le acarició la cabeza, tratando de serenarla.
El cambio de Catrina no consistía solo en un comportamiento ejemplar y en
algunos gritos salvajes. Linda sabía, porque lo había oído, que algunas noches se
escapaba al bosque; la escuchaba regresar horas más tarde, los muelles de la camarechinando cuando por fin se acostaba. Manchaba ligeramente de tierra la escalera,
algunos días también de pequeñas gotas de sangre.
Catrina siempre había sido una niña angustiada, llorona, ruidosa; infeliz desde
muy pequeña, en otras palabras. Linda sufría por ella, por el futuro que le esperaba si ya
desde niña era tan infeliz. Sin embargo, desde que volvieron ese día de la playa, se
había convertido en una niña tranquila, agradecida, siempre muy cerca de la risa.
Se agachó para abrazarla. Catrina lloró contra su cuello. La mujer sabía por qué le
sobrevenía de vez en cuando ese llanto tan intenso. Era la culpa.

Linda no quería recordarlo. Había procurado apartarse de esas imágenes como quien
aparta la mano del fuego. Y, sin embargo, ahí estaban. Vio los árboles. El bosque
húmedo junto a la pequeña playa. Un cielo que presagiaba una lluvia fina. Fue como si
viera a su hija morir otra vez.
El día del incidente, Colm había buscado por la orilla y ella por el bosque. Fue
entonces cuando se topó con la escena. Al principio, le costó identificar lo que estaba
ocurriendo.
–¿Lo entiendes, Catrina? –susurró la criatura, con la nariz pegada a la de su hija–.
Yo soy tú y voy a ocupar tu lugar, y tú vivirás en el bosque.
Con una mano le acariciaba el pelo. Había procurado que no sufriera en exceso:
un tajo limpio en la estrecha garganta. Catrina moriría en un charco de su propia sangre.
La criatura esperó agachada a su lado, con la cuchilla entre las manos. Sus ojos relucían
como dos fogatas.
Linda contempló cómo su hija intentaba hablar. Una pompa de sangre se formó y
estalló en los labios.
Las últimas imágenes que vio antes de volver a la playa corriendo fueron las de la
criatura cambiando ante ella: las extremidades se estiraron y se acortaron, el cabello se
alisó y se aclaró, la piel se volvió más pálida. Lo último fue el rostro. Los rasgos
temblaron en la cara, los ojos se oscurecieron. Se transformó en Catrina.

Esa noche, cenaron en familia alrededor de la mesa de la cocina, riéndose de los
movimientos de John, que desde la trona trataba de imitar los modales de los más
mayores. Ninguna familia era perfecta, pero en ocasiones como aquella brillaban. Lindaincluso notaba cómo la criatura, cuando la miraba de reojo a través de los ojos de
Catrina, casi no se sentía culpable por no ser su verdadera hija.

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