Hoy, último día en el que se aceptan nuevos relatos para los Premios de Zolock, voy a publicar 3 relatos, seguramente ya los últimos que reciba.
Este es un relato de fantasía escrito por Mina Denham, que nos habla sobre un extraño color rojizo que tan solo el protagonista puede ver.
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Cataclismo carmesí
Las alertas sobre el fin de los tiempos siempre estaban allí. Acompañaban a sus habitantes a
toda hora, en todo momento. A la salida de la oficina, en la entrada del cine; hasta existían
descarados que las aullaban en restaurantes o bailaban con pancartas en las calles acerca de las
formas en las que iban a morir. Sin embargo, para los ciudadanos eso era moneda corriente.
Sucedía desde que tenían memoria, desde que nacían en ese mundo del color del caramelo al
fuego.
Su habitación, su sala y hasta su baño compartían el mismo matiz, con mayor o menor
saturación. Se presentaba más intenso en ciertos espacios, como en su cama o en las hornallas
de la cocina, pero la variabilidad era mínima.
Y eso sucedía en todas partes. En todas las casas. En todos los barrios y ciudades. En todos
lados.
En el reflejo de sus espejos. En todos ellos.
La mayoría de las personas que lo rodeaban, sus seres queridos, sus compañeros de trabajo
o mismo sus vecinos, no daban cuenta de ese detalle que, en un día cualquiera, había
despertado su curiosidad. «¿Por qué?», se preguntó esa mañana. ¿Por qué todo se veía rojizo?
Y no dejó de cuestionárselo jamás.
A sus colegas les comenzó a resultar extraño el repentino cambio en su conducta. Hasta
ayer, había sido uno más, y hoy, con toda esa clase de preguntas se parecía a uno de esos locos
que profetizaban sobre el final.
Con el correr de los días, comenzaron los problemas. Lo llamaron de recursos humanos por
«interrumpir la productividad laboral» y le dejaron una advertencia: si no cesaba su
comportamiento y no remitía sus «por demás intrigantes» ideas para su vida personal, lo
despedirían con causa justificada.
Su familia le puso un alto. Sus hijos le pidieron que dejara de acompañarlos a la escuela; los
avergonzaba. Su esposa lo amenazó con mudarse; lo que para ella comenzó como una gracia,
como una ocurrencia alocada, ahora y a su juicio se estaba volviendo insoportable.
Sin embargo, él ya no lo podía evitar. Había abierto la caja de Pandora con esa primera
pregunta y la catarata desbordó. Ahora argumentaba cada cosa que veía, que olía y que tocaba.Miraba hacia el cielo aloque y no le encontraba sentido ni razón. «¿Por qué incluso las estrellas
son de ese mismo color?»
Pronto descubrió que no era el único. En la oscuridad de un callejón bermejo, un grupo de
entusiastas se juntaba dentro de un local clandestino y fuera de toda ley. Vencidos sus primeros
miedos, allí conoció a una mujer que juraba haber visto un color diferente. Había sido durante
un viaje a las tierras del norte, en donde un destello la sorprendió.
—¿Y cuál era ese color?
Pero no supo responder. Solo pudo describirlo como «algo muy claro», por un segundo o
dos.
Aturdido por esa idea, regresó a su casa para encontrarse con la policía en la puerta. Lo
habían seguido y ahora debía afrontar las consecuencias. Pasó una noche encerrado y a la
mañana siguiente su esposa pagó la fianza. Fue lo último que hizo por él.
Tiempo después, ya no salía a la calle, había dejado de asearse y comía lo que en sus
alacenas quedaba, hasta que en un arranque incongruente rompió su alcancía y se embarcó en
una aventura hacia el norte. Quería ver lo que aquella mujer había visto. Quería el destello.
Esperó y esperó. Pasaron días, meses, años… aunque nunca sucedió. Agobiado por su
propia idiotez y resignado por haberlo perdido todo, pensaba en acabar con su vida cuando un
viejo se le acercó.
—Dicen por ahí que buscas el «brillo» —le dijo.
—¿Qué sabe sobre eso?
—Que es el principio y el fin.
Debía ser otro de esos profetas. Según las noticias, cada vez eran más. Parecían
multiplicarse.
—Primero aparece uno débil que dura muy poco —añadió el viejo—, pero el segundo…
Oh, el segundo…
—¿El segundo qué?
—Desde aquí tendremos una vista privilegiada.
—¿Qué?
—Ya no tardará. Mira hacia arriba sino quieres perdértelo.
—Perdón, ¿qué?Sucedió muy rápido, tanto que no le dio tiempo a pensar. Al principio se escuchó un
estruendo, un chirrido molesto, y un aroma muy cítrico se esparció en el ambiente. Luego vino
el fulgor. Un centelleo que fue cobrando fuerza hasta estallar en un prisma poderoso.
La gente gritaba aterrada. Los locos bailaban porque tenían razón.
Por primera vez, el cielo dejó atrás el rojo; las calles, el carmesí. Una gran ola, inmensa y
diabólica, se alzó destiñendo el color habitual de la vasta ciudad, arrasando a su paso entre
desechos y espuma.
Y así, con un simple lavado de esponja y detergente, el mundo de los taninos llegó a su fin.